¿Adorno para qué? Replanteando nuestra relación con la ropa
Por Melissa Zuleta Bandera.
Hablando con amigos y familiares, viendo sus publicaciones en redes sociales y las de gente no tan cercana, famosos y hasta influenciadores, está más que claro que todos los que estamos en cuarentena la llevamos de formas distintas. Y no se trata solamente de hábitos, actividades, percepciones y actitudes, también se trata de prácticas del vestir.
La comparación más fácil me llega de la mano de mi hermana: ambas estamos confinadas en nuestros hogares, pero ella ha mantenido su rutina diaria de vestuario casi igual que siempre, mientras que mis días de cuarentena son abismalmente diferentes a lo que era mi vida antes de la pandemia. Como dicen los memes: “mi ropa debe pensar que me morí”, porque lo único que me pongo son pijamas.
Tal vez eso resulte curioso porque se supone que soy una persona interesada y apasionada por la moda, pero si soy honesta, para mí no tiene sentido ponerme lo que yo llamo “ropa de calle” si me voy a quedar en mi casa todo el santo día.
Y aquí es donde empecé a notar cómo las funciones del vestir, tan discutidas en los estudios de moda, empiezan a ser más notorias en estas circunstancias atípicas. Y son más notorias, a mi parecer, porque mientras unas se exacerban, otras pierden validez, significado e importancia, según cómo los individuos reaccionen y convivan con este contexto inusual.
Están los que, como yo, renuncian a cualquier tipo de esfuerzo por la ornamentación y la rigidez en el vestir. Copiándome de un término de finales del Siglo XVIII de John Flügel, yo le llamo The Great Fashion Renunciation: para qué vestir, para qué moda, para qué adorno. Nosotros primamos la comodidad, la soltura, lo desenvuelto, la falta de preocupación y de dedicación. Y precisamente retomando sus ideas sobre las funciones del vestuario (desde la psicología), él recalca que la rigidez de ciertas prendas es “un símbolo de la inflexibilidad del carácter, la severidad del estándar moral y la pureza del propósito moral”, a la vez que la soltura de otras es propia del tiempo de esparcimiento o relajación; para Flügel, “las prendas más alegres, más flojas, más suaves y más ligeras (...) se consideran adecuadas para unas vacaciones”.
Y si soy honesta, ese es mi caso. Tal vez este no sea precisamente un tiempo de “vacaciones”, pero sí es uno de abstracción total del mundo laboral, exterior, “normal”. Mi modo de pensar es que de alguna manera no hago parte del mundo, entonces no tiene sentido vestirme como si lo fuera.
Para otros, en cambio, por motivos de iniciativa personal o de compromiso profesional, la que yo llamo “ropa de calle” se vuelve la misma “ropa de casa”. Personas como mi hermana que siguen trabajando pero desde el hogar, gente que sigue asistiendo —así sea de manera virtual— a reuniones, así que su vida sigue siendo, en mayor o menor escala, bastante similar en tiempos de confinamiento.
Para otros más, la función de adorno del vestir toma otro significado, casi que lo opuesto a lo que personas como yo experimentamos: la moda como distracción, como estímulo de la autoestima y el autocuidado; un uso de las prendas que más nos gustan como herramienta para levantar el ánimo, o para hacernos sentir que las cosas tal vez no son tan distintas a antes de que se declarara la pandemia. Una declaración de que hay que seguir viviendo y avivando las pasiones, lo que nos entusiasma en medio del encierro; ponernos a nosotros mismos en un estado mental y emocional elevado, de esperanza frente a un futuro incierto. También se relaciona con ideas de autorrealización y de autosuficiencia, de asumir las prácticas del vestir como propias, del yo para el yo, no para los demás.
Pero otros más buscan en el vestir cumplir otro tipo de función de protección emocional, lo que Flügel llama una “protección contra la hostilidad general del mundo” o “una sensación de seguridad contra la falta de amor”. Sí, suena un poco dramático, pero en palabras más cercanas, es básicamente el consuelo que se encuentra en ciertas ropas, el sentimiento de calidez, seguridad, alivio que proporcionan los recuerdos o asociaciones de tal o cual prenda.
Flugël asegura que existe “una especie de hostilidad general que nos lleva a retraer nuestro ser interior en la protección que brinda nuestra ropa”, y los ejemplos pueden ir desde la comodidad de una pijama que nos provee de la sensación de calma que rodea el dormir, o una camiseta de nuestra pareja que nos hace más cercana su presencia a pesar de la distancia, hasta unas medias obsequiadas por un ser querido que no podemos ver que nos traen a la mente momentos vividos en su compañía, o unas bermudas que nos transportan a esas últimas vacaciones cuando pensábamos que una situación como la que estamos viviendo ahora era algo sencillamente imposible.
Pero esa hostilidad del mundo solo se ha incrementado en los últimos meses, y las funciones tradicionales de protección del vestir adquieren otro significado también al salir del confinamiento. A la lista de cosas de la esfera física de las que fundamentalmente la ropa nos protege (los elementos, accidentes deportivos o profesionales, animales y otros seres humanos, según Flügel) ahora nos toca incluir un mal que no podemos ver. La armadura que en otros tiempos se usaba para defendernos del enemigo, los visores útiles contra el contrincante deportivo, los guantes hechos para cuidar las manos en el arduo trabajo manual... todo se modifica para enfrentar un virus, una amenaza que no es animal, ni climática, ni humana (¿o sí es humana si son las personas quienes la cargan?).
En todo caso, la protección que ofrece el vestir y nuestras prácticas alrededor de ello han de reinventarse. Habrá que resignificar lo “normal” y eso incluye la ropa y nuestra relación con ella. Qué llevamos, cómo lo llevamos y por qué lo llevamos; lo que hacemos antes y después de vestirnos; la prioridad que damos a unas u otras prendas. La moda, como reflejo de los momentos políticos, económicos y sociales que vive una sociedad, será —como siempre, otra vez— evidencia de los cambios de este momento histórico que vive la humanidad.
Foto: Foto de Polina Zimmerman en Pexels. |
La comparación más fácil me llega de la mano de mi hermana: ambas estamos confinadas en nuestros hogares, pero ella ha mantenido su rutina diaria de vestuario casi igual que siempre, mientras que mis días de cuarentena son abismalmente diferentes a lo que era mi vida antes de la pandemia. Como dicen los memes: “mi ropa debe pensar que me morí”, porque lo único que me pongo son pijamas.
Tal vez eso resulte curioso porque se supone que soy una persona interesada y apasionada por la moda, pero si soy honesta, para mí no tiene sentido ponerme lo que yo llamo “ropa de calle” si me voy a quedar en mi casa todo el santo día.
Y aquí es donde empecé a notar cómo las funciones del vestir, tan discutidas en los estudios de moda, empiezan a ser más notorias en estas circunstancias atípicas. Y son más notorias, a mi parecer, porque mientras unas se exacerban, otras pierden validez, significado e importancia, según cómo los individuos reaccionen y convivan con este contexto inusual.
Están los que, como yo, renuncian a cualquier tipo de esfuerzo por la ornamentación y la rigidez en el vestir. Copiándome de un término de finales del Siglo XVIII de John Flügel, yo le llamo The Great Fashion Renunciation: para qué vestir, para qué moda, para qué adorno. Nosotros primamos la comodidad, la soltura, lo desenvuelto, la falta de preocupación y de dedicación. Y precisamente retomando sus ideas sobre las funciones del vestuario (desde la psicología), él recalca que la rigidez de ciertas prendas es “un símbolo de la inflexibilidad del carácter, la severidad del estándar moral y la pureza del propósito moral”, a la vez que la soltura de otras es propia del tiempo de esparcimiento o relajación; para Flügel, “las prendas más alegres, más flojas, más suaves y más ligeras (...) se consideran adecuadas para unas vacaciones”.
Y si soy honesta, ese es mi caso. Tal vez este no sea precisamente un tiempo de “vacaciones”, pero sí es uno de abstracción total del mundo laboral, exterior, “normal”. Mi modo de pensar es que de alguna manera no hago parte del mundo, entonces no tiene sentido vestirme como si lo fuera.
Hasta Anna Wintour tiene "ropa de casa". Foto: Vogue. |
Para otros más, la función de adorno del vestir toma otro significado, casi que lo opuesto a lo que personas como yo experimentamos: la moda como distracción, como estímulo de la autoestima y el autocuidado; un uso de las prendas que más nos gustan como herramienta para levantar el ánimo, o para hacernos sentir que las cosas tal vez no son tan distintas a antes de que se declarara la pandemia. Una declaración de que hay que seguir viviendo y avivando las pasiones, lo que nos entusiasma en medio del encierro; ponernos a nosotros mismos en un estado mental y emocional elevado, de esperanza frente a un futuro incierto. También se relaciona con ideas de autorrealización y de autosuficiencia, de asumir las prácticas del vestir como propias, del yo para el yo, no para los demás.
Pero otros más buscan en el vestir cumplir otro tipo de función de protección emocional, lo que Flügel llama una “protección contra la hostilidad general del mundo” o “una sensación de seguridad contra la falta de amor”. Sí, suena un poco dramático, pero en palabras más cercanas, es básicamente el consuelo que se encuentra en ciertas ropas, el sentimiento de calidez, seguridad, alivio que proporcionan los recuerdos o asociaciones de tal o cual prenda.
Flugël asegura que existe “una especie de hostilidad general que nos lleva a retraer nuestro ser interior en la protección que brinda nuestra ropa”, y los ejemplos pueden ir desde la comodidad de una pijama que nos provee de la sensación de calma que rodea el dormir, o una camiseta de nuestra pareja que nos hace más cercana su presencia a pesar de la distancia, hasta unas medias obsequiadas por un ser querido que no podemos ver que nos traen a la mente momentos vividos en su compañía, o unas bermudas que nos transportan a esas últimas vacaciones cuando pensábamos que una situación como la que estamos viviendo ahora era algo sencillamente imposible.
Caricatura de Nathan W. Pyle. |
En todo caso, la protección que ofrece el vestir y nuestras prácticas alrededor de ello han de reinventarse. Habrá que resignificar lo “normal” y eso incluye la ropa y nuestra relación con ella. Qué llevamos, cómo lo llevamos y por qué lo llevamos; lo que hacemos antes y después de vestirnos; la prioridad que damos a unas u otras prendas. La moda, como reflejo de los momentos políticos, económicos y sociales que vive una sociedad, será —como siempre, otra vez— evidencia de los cambios de este momento histórico que vive la humanidad.
Me gusta mas la postura de para qué vestir, para qué moda, para qué adorno. mejor la soltura, lo desenvuelto, con pantalones de mezclilla flojos para estar agusto todo el dia.
ResponderEliminarLas circunstancias de la esta etapa nos estan ayudando a encontrarnos con nosotros mismos y con nuestros pantalones para dama mezclilla stretch que teniamos olvidados.
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